5 de febrero de 2016

EL DIOS DE CADA DIA. HAZ MI CORAZÓN SEMEJANTE AL TUYO. CON LA HNA. CARMEN PÉREZ

“Haz nuestro corazón semejante al tuyo” es el deseo del Papa Francisco y así ora con nosotros durante esta cuaresma. Un corazón fuerte y firme, cerrado al tentador, pero abierto a Dios. Para ello nuestra mirada en el Crucificado, que viene a nuestro encuentro, y nos pide que salgamos al encuentro del hermano, porque como cristianos no podemos dejarnos llevar por la “globalización de la indiferencia” sino que sostenidos por la Cruz de Cristo debemos ser pequeñas islas de misericordia en medio de mares de indiferencia.

“Haz nuestro corazón semejante al tuyo” puede ser nuestra petición llena de confianza y de certeza. Sólo Dios puede escuchar esa petición, porque sólo Él puede morar en ese lugar tan profundo de mi interior. Lugar de revelación y de intimidad. Lugar de gracia, de súplica, de intercesión. Lugar de experimentar su amor, su gloria. Lugar de confianza, gozo y paz. Sólo me encontraré a mí mismo en la medida en que me abra a mi verdadera identidad que es la de ser hijo amado de Dios. Y aunque me sienta indigno, lejos de esta gran realidad, puedo reconocer que por Jesucristo, que asume nuestra condición humana, hemos sido redimidos, salvados. Su misericordia nos abraza: Tú que vives al amparo del Altísimo, a la sombra del Omnipotente di al Señor: Refugio mío, confío en ti, podemos orar desde nuestro interior con el salmo 91. Sólo por Cristo sabemos a ciencia cierta que Dios nos ama y nos perdona: el corazón de Jesús es el principio y fin de todas las cosas. Todo lo demás que esté firmemente asentado, cuando se trata de vida o muerte eterna, sólo está en función del Señor y gracias a Él, ve de manera nítida Romano Guardini. Es necesaria la petición: haz nuestro corazón semejante al tuyo. 


Por eso, lo importante es la conversión del corazón, no vivir con el corazón cerrado a Dios y a los demás. No me puedo regalar a mí mismo la conversión, sólo abierto al amor de Dios Padre misericordioso, mi corazón cambiará, y me abriré a los demás. Sólo Dios puede morar en ese lugar tan profundo de mi interior. Esa es la descripción de la experiencia de Teresa de Jesús de su castillo interior, de las moradas. Si miramos nos encontramos con Cristo, si le miramos de verdad, no podemos volvernos la espalda a nosotros mismos, ni a los demás. Es una afirmación muy seria, muy real y que nos tiene que servir en múltiples ocasiones: Cristo es el único ser al que podemos mirar continuamente sin volvernos la espalda a nosotros mismos y a los demás. En realidad también habría que decir que le debemos mirar continuamente para no volvernos la espalda ni a nosotros, ni a los otros. Afirmación muy gráfica y que expresa un gran hecho. 

Mirar a Cristo continuamente es precisamente reconocernos y reconocer a los otros. No se puede mirar a Cristo y no ver a todos. Mirar a Cristo es, para empezar, mirarse a sí mismo, porque sólo sabemos quiénes somos, y quiénes podemos ser, mirándole a Él. Mirar a Cristo es no conocer al otro sólo por fuera. Mirarle es oír la parábola del buen samaritano, y escuchar, consolar y ayudar. Es aprender a sufrir y por tanto estar capacitado para vivir, comprender y, sin pretenderlo, enseñar a vivir. Sin pretenderlo, porque no se puede “pretender” enseñar a vivir. Eso es sencillamente una “pretensión”. Al mirar a Cristo no se olvidan los beneficios recibidos, se ve el bien que recibimos, pero si se olvida el bien que hemos hecho o se comprende de dónde viene la riqueza de ese bien. Mirar a Cristo es aprender a amar y repartir felicidad en nuestro entorno, es hacerse capacidad para que Él se haga torrente. 

Si miramos a Cristo aprendemos que no se trata de salvarse sino de salvarnos. Porque donde hay dos o tres reunidos en su nombre está el Señor y con más seguridad que cuando sólo hay uno con Él. El mirar a Cristo muestra que lo seguro es vivir bajo el régimen del reparto no de la capitalización. El cristianismo es un “deporte de equipos”, los cristianos son cristianos al aire libre. Pero al mismo tiempo se sabe que todo se resuelve uno a uno. Bajo la mirada de Cristo no puede haber “dinero” interpuesto en “el equipo”. No se puede estar con Cristo y que se interpongan entre nosotros los cargos, la política, las oposiciones, los diplomas, los títulos, la cartera de valores, las cuentas corrientes. Hay que renunciar a los atajos. No basta decir “hice esto que está mal”. lo negativo no basta. Hay que ver el bien que no he hecho. 

Hay una receta garantizada, completamente garantizada: que cada uno de nosotros antes de tomar una decisión, o ante la circunstancia que se nos presenta nos preguntemos: ¿Qué haría Cristo en mi lugar? Esto desde luego les parece insensato a los importantes, a los que creen que pueden poner por sí mismos todo en movimiento. Les parecerá también insensata a los que se creen realistas y piensan que en el siglo de la informática, de la energía, de los continuos y grandes experimentos, esta expresión está pasadísima de moda. Dan por cierto que el Creador no tiene que hacer ya nada en este mundo mientras nosotros investigamos los secretos de la Creación. El Autor de todo, el Juez de todo, el Sentido de todo no tiene ya papel alguno. ¿Y qué decir a los que creen que el móvil, el ordenador, las máquinas de calcular electrónicas, los inventarios, las programaciones industriales rigen con más exactitud el mundo, las relaciones, que el amor o la ambición, la envidia o la bondad de corazón, el egoísmo o la generosidad, la esperanza o la angustia, la fe o los desconfiados? Y de nuevo las paradojas de la vida: en el fondo son unos incorregibles “ingenuos”, ignorantes y nada realistas. 

¿Qué haría Cristo en mi lugar? Podemos pensar que eso es imposible, que no es posible que nos creamos esta regla de vida. Pero es la gran realidad ¿Qué haría Cristo en mi lugar? para que Él se ponga en nuestro lugar. Esto es la fe. Esto es creer en Dios, en su Espíritu. Por el contrario se ignora a Dios o se hace burla del Dios vivo. Cristo es una persona viva, que vive actualmente aquí, allí y en todas partes. El cristianismo no es un “código moral” ¿Qué haría Cristo en mi lugar? no es una fórmula mágica. El Reino de Dios no se instaura como un teatro o un circo ambulante. “No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida”. Esta rotunda afirmación de Benedicto XVI es para mí, con el más pleno sentido positivo, como el estribillo de una canción que es vida. Si nos encontramos con la mirada de Cristo, si Le miramos, no podemos volvernos la espalda a nosotros mismos ni a los demás. 




Haz mi corazón semejante al tuyo. La misericordia infinita de Dios en ninguna cosa se manifiesta tanto como en perdonarnos los pecados, en abrazarnos como al hijo pródigo. Ahí está el sacramento de la reconciliación un sacramento de sanación. Cuando yo voy a confesarme, es para sanarme: sanarme el alma, sanarme el corazón por algo que hice que no está bien nos dice el Papa Francisco. ¡Qué gran bien es para nuestra vida el sacramento de la sanación¡ 

En todo podemos vivir la profunda y grande humanidad del cristianismo. Cuando rezamos el credo, cuando lo proclamamos en la liturgia, lo rezamos en singular. Decimos “creo”, los actos de fe, de esperanza, de amor, se dice en singular, son personales completamente: creo, espero, amo, no se puede decir por otro. Y al empezar a orar la oración que Jesús nos enseñó decimos “Padre nuestro”, somos la gran familia de la Iglesia. Las peticiones siempre en plural, el bien lo queremos para todos. “Perdónanos como nosotros perdonamos”. Es verdad, hay que decirlo en plural, rezarlo en plural. Alguna vez me he dicho en mi interior, y me quedo asustada y sin palabras, ¿Por qué no dijiste que perdonáramos como Tú nos perdonas? Pero, claro va unido: si he dicho Padre nuestro, el perdón de Dios a nosotros y el perdón a los hermanos va unido. No se da uno sin el otro. 

Quisimos unos amigos “coger el toro por los cuernos”, como vulgarmente se dice, y hacer frente a ese dicho: “perdono pero no olvido”. Perdono, pero tú en tu sitio y yo en el mío. Excluida de mi vida esa persona. Nos saludamos y punto; cuanto más lejos mejor. Cuando se habla a corazón abierto entre amigos, que de verdad quieren llegar al fondo, esto no vale. Sentíamos que lo más grande, lo más difícil y lo más necesario de la vida es el perdonar y el dar gracia. Pero perdonar como nos gustaría ser perdonados, perdonar con auténtica libertad interior y dar gracias como nos gustaría se nos dieran a nosotros. Si no perdonamos, los verdaderamente esclavos, y perjudicados somos nosotros. Como siempre está a punto la frasecita hiriente, el juicio, tales puertas cerradas, la falta de diálogo auténtico, la herida, uno lo propuso como tarea de la vida. Vamos que ese era el camino que él estaba haciendo. Era consciente de lo que sentía hacia una persona que se portaba muy mal con él, y con la que se había portado muy bien en todos los sentidos: desde el convenio que le había ofrecido en el trabajo, la valoración y estima que había conseguido para él en un reconocimiento profesional y social, ayudas en situaciones muy concretas, en un momento fuerte de preocupación por un hijo. Todo ello consecuencia, es verdad, de una manera de ser, quizá por lo que ha vivido. De todo esto somos testigos dos personas de las que estábamos. Decía sencillamente que al rezar el Padre nuestro su corazón le decía algo, y que al ir comulgar sentía con fuerza las palabras del Señor: si cuando te acercas al altar, te acuerdas de que tienes algo contra tu hermano vete primero a reconciliarte con tu hermano. Y mientras hablaba con nosotros expresaba la necesidad que sentía de que su corazón fuera distinto. Volvemos al comienzo: haz mi corazón semejante al tuyo. 

La experiencia es tan gráfica, que veíamos con la cabeza y comprendíamos con el corazón, que el perdón, sería, en este caso para él, el río de agua viva y fresca que haría rebrotar todo. Ese todo lo hago nuevo del verdadero amor y perdón cristiano que es de una riqueza humana impresionante, la columna vertebral de la vida. Pero no de una vida espiritual, o de una vida de fe más o menos abstracta, sino sencillamente de la realidad concreta de la vida humana de cada persona.

“Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores”. Así esta en el Evangelio según S. Mateo. Y S. Marcos es el que añade lo que sentía mi amigo: cuando nos pongamos a orar, si tenemos algo contra alguien, lo hemos de perdonar primero para que el Padre nos perdone a nosotros. Si perdonamos el Padre nos perdona, y si no perdonamos el Padre no nos perdona. ¿Cómo podemos sentirnos perdonados si nosotros nos perdonamos? ¿Y quién no siente necesidad de ser perdonado por Dios, de acogerse a su misericordia? El perdón está estrechamente ligado al que nosotros concedamos y el que nosotros concedamos, al perdón con el que Dios nos inunda. Es que no nos podemos sentir perdonados, si nosotros no tenemos el corazón abierto al perdón. ¿Cómo me voy a sentir yo perdonado si no perdono? Sería un círculo cuadrado. 

Perdónanos como nosotros perdonamos. Es un hecho de trascendencia suprema. Y Jesucristo así nos lo dice: la suerte del hombre ante Dios depende de su actitud con respecto al que le ha ofendido. No hay otra manera de vivir más que en Dios y ante Dios. El Señor, nuestro Señor, nos narra una y otra parábola en la que esto se pone de manifiesto, para siempre acabar: el Padre hará lo mismo con vosotros si no perdonáis cada uno a vuestro hermano. Lo fuerte es que Jesús pone la esencia del perdón en la relación con el enemigo, con la persona que no lo reconoce, como es el caso del amigo que suscitó el tema. La actitud que nos está pidiendo el Señor es que no debemos ignorar con indignación y sentimiento de superioridad, el hecho de que nos haya ofendido, sino poner de nuestra parte una actitud limpia y abierta. 

Y esto es así para nuestro bien, para nuestra libertad interior, para estar sanos, para sentir paz y plenitud, para ser nosotros mismos. No es tener el gesto condescendiente del que se rebaja por piedad, con aires de superioridad, como un mal maestro de escuela o un mal predicador, como alguien que reclama lo que le es debido. Esto es fermento de fariseo. O sea que para rezar el Padre nuestro en verdad tenemos que dominar las reacciones de nuestro corazón por las ofensas recibidas: el rencor, la obstinación el querer tener razón, y sentirnos verdaderamente libres. Como veíamos al comienzo: “haz nuestro corazón semejante al tuyo” y hacer esta petición llena de confianza y de certeza porque sólo Dios puede escuchar esa petición, porque sólo Él puede morar en ese lugar tan profundo de mi interior. Y repito: lugar de revelación y de intimidad. Lugar de gracia, de súplica, de intercesión. Lugar de experimentar su amor, su gloria. Lugar de confianza, gozo y paz. Tenemos que perdonar en el fondo del corazón y volver a establecer lazos con nuestro verdadero yo y con el del que consideramos un adversario. Dominar el sentimiento de que me encuentro ante un enemigo, el sentimiento de venganza, incluso la aspiración a que se haga nuestra justicia. El perdón humano del que se habla en el cristianismo surge del perdón divino del Padre.

No podemos ser redimidos sin que el espíritu de la redención actúe en nosotros. No podemos gozar de la redención sin contribuir a ella. Y nuestra contribución consistirá en el amor al prójimo, con la misma actitud que nosotros adoptemos ante Dios.

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